Qué felicidad poder ver algo de verde después de todos estos días azules, se maravilló una mujer, mirando todas las especies de plantas que la rodeaban. Después de seis semanas rodeados por el océano azul, los participantes de Peace Boat se sintieron como Alicia en el País de las Maravillas cuando visitaron una granja orgánica en las afueras de Montevideo. En el país del asado y de las gigantescas plantaciones de soja, el anfitrión Germán Brito va contra la corriente. Después de años de largos viajes por Europa, volvió a su país natal, Uruguay y compró un terreno de seis hectáreas cerca de Montevideo, en una región donde la mayoría de los granjeros se han dado por vencido hace largo tiempo, debido a la severa competencia. Sin embargo, la granja orgánica de Germán Brito puede mantenerlo a él y a otros tres trabajadores agricultores. Su conocimiento acerca de las características naturales especiales de su terreno marcan la diferencia. Cuando descubrió que su terreno, elevado e inclinado, es cinco grados más cálido que las zonas más bajas de los alrededores, empezó a plantar cultivos de invierno – brócoli y zanahorias. Mantiene los pequeños lagos como son, para que puedan proveer agua al sistema y planta setos que protegen sus sembradíos de los rayos solares y del viento. Cuando puede, Germán Brito trata de revitalizar plantaciones y comidas olvidadas o extintas. Cuando vine aquí por primera vez, pregunté a mis vecinos de edad avanzada cuáles eran los árboles que habían estado aquí durante su niñez y que luego habían desaparecido, cuenta a los participantes de Peace Boat. Y ahora los estoy plantando de nuevo, como esta higuera, por ejemplo. Pero también ha traído plantas del exterior: naranjos de Sicilia, cebollas portuguesas, mandarinas ggokitsu de Japón, pacanos de América del Norte y otras plantas europeas como la pastinaca o la radicheta que solían ser consumidas hace décadas.
En Uruguay y en muchos otros países latinoamericanos, agricultores de pequeña escala como Germán Brito se ven amenazados por corporaciones multinacionales. La mitad del espacio agrícola en Uruguay – varias millones de hectáreas – está siendo utilizada para la producción de soja para la exportación y cada año más y más pequeños terrenos son convertidos en plantaciones de soja. Este desarrollo cuenta con el apoyo del Estado mediante subvenciones, ya que las exportaciones traen moneda extranjera, la cual es utilizada por Uruguay para pagar sus deudas al Banco Mundial. Mundialmente, la superficie terrenal utilizada para la producción de soja crece un 11 por ciento por año, lo cual es alarmante si pensamos que el área utilizada para la nutrición mundial disminuye constantemente. Las 200 millones de toneladas de soja producidas mundialmente son mayormente utilizadas, no para consumo directo, sino como alimento para el ganado o para conservantes. En muchos casos, grandes terrenos de bosques pluviales son destruidos para crear espacio para monocultivos. Esto le da legitimidad a grandes proyectos de infraestructura como canales industriales, vías ferroviarias y calles, las cuales a su vez dan fácil acceso a aún más terreno para cultivos e industrias extractivas. Este proyecto ha desencadenado, por ejemplo, la destrucción del 93 por ciento de la mata atlántica en Brasil, donde reside la educadora invitada Binka Le Breton. Las consecuencias son siempre las mismas: el suelo se degrada, la población rural es expulsada al margen de las ciudades, frecuentemente a la fuerza, se pierde la soberanía alimentaria y la seguridad alimentaria, la brecha entre ricos y pobres se agranda, ya que el terreno y el ingreso termina en manos de unas pocas empresas de biotecnología multinacionales. Por cada trabajador que encuentra empleo en el negocio de soja, 11 trabajadores agricultores son desplazados. Las multinacionales agrícolas llegaron a Latinoamérica hace 15 años, y cientos de miles de trabajadores agricultores han sido desplazados de este negocio en este tiempo.
Al preguntar cuán lejos se encuentran las plantaciones transgénicas más cercanas, Germán Brito no duda en contestar “50 kilómetros.” La distancia a la próxima plantación es esencial para agricultores como él que siguen utilizando semillas naturales. Casi toda la soja plantada en Uruguay está modificada genéticamente. Esto es de gran amenaza a la biodiversidad, ya que afecta y contaminan cultivos naturales alrededor en un amplio perimetro. Aunque 50 kilómetros sea lejos para los uruguayos, Germán Brito se ve un poco preocupado ahora. “A veces el polen podría dispersarse por esa distancia.” Si sus propias semillas son suplantadas por cultivos genéticamente modificados, sus especies se perderían en menos de un año. Él sería forzado no sólo a comprar semillas artificiales y sus correspondientes herbicidas y pesticidas cada año, sino que también las multinacionales agrícolas podr’ian tratar eventualmente de demandarlo, como han hecho con otros agricultores en el pasado. En el 2010 Monsanto ganó un caso en México, donde agricultores tuvieron que pagar los derechos de propiedad intelectual por semillas patentes que habían contaminado y ocupado sus plantaciones. La Red de Acción de Plaguicidas (RAP-AL) describe esto como “nueva colonización”.
Los agricultores necesitan una fuerte voluntad para seguir adelante en estas circunstancias. Germán Brito había ya entrado en sus cuarenta cuando compró este terreno en 1991 y sabía que tendría muchos desafíos que superar. Nacido en Uruguay, vivió en diversos países europeos por veinte años, siguiendo sus tres grandes pasiones: la agricultura, la música y la cocina. Trabajó como chef, abrió su propio restaurante, tocó en bandas, vivió en una granja orgánica en Portugal y leyó muchos libros sobre agricultura ecológica. “Comprar ese terreno fue un impulso”, dice. “Comencé con mucho temor. Mis empleados pensaban que yo estaba loco por cultivar sin pesticidas. ‘¿Qué vas a hacer cuando los bichos aparezcan?’, preguntaban.” “Fue un largo camino”, se ríe, mirando para arriba. “Pero siempre escuché sus objeciones.” Hoy vende exitosamente sus vegetales sin intermediarios en un mercado campesino y en la Ecotienda, una tienda orgánica en Montevideo. “La calidad de los productos es lo que me importa”, dice mientras sirve limonada casera. “Pero frecuentemente las semillas que producen la mejor calidad no producen gran cantidad.” Por eso, usa dos diferentes tipos de semillas – una para los mejores productos, las cuales deja para usar en su casa y para clientes especiales, y otra para productos más simples pero orgánicos para vender en el mercado. “Los consumidores uruguayos todavía no están dispuestos a pagar mucho más por mejor calidad y gusto”, reprueba. “Un buen tomate orgánico puede costar fácilmente el doble del precio de un tomate no-orgánico.” Dos veces al año, invita clientes de la Ecotienda a su sembradío, para mostrarles de dónde proviene su comida y para escuchar sus peticiones y propuestas. “Estoy muy interesado en lo que tienen para decir y en lo que mis empleados piensan.”
La organización socia de Peace Boat, REDES (Red de Ecología Social), una de las 100 ONGs afiliadas a la red medioambiental internacional Friends of the Earth (Amigos de la Tierra), apoya a Germán Brito y a otros agricultores a practicar la agricultura orgánica y vivir de ella. “Estamos convencidos de que los problemas medioambientales y sociales están claramente interconectados”, dice la experta de REDES Lucía Surroca, quien actualmente trabaja en temas como la soberanía alimenticia, la biodiversidad, la administración territorial y el medio ambiente. Ella ha estado en Peace Boat dos veces como parte del programa IS para jovenes Latinoamericano. “Fue una experiencia muy interesante, ya que mucha salsa de soja es usada en Japón”, dice. “Muchos clientes no son conscientes de lo que están consumiendo. En Uruguay tenemos una etiqueta que dice “orgánico”, pero no hay etiquetas que adviertan sobre comida transgénica.”
Los agricultores uruguayos pueden recibir un certificado de producción orgánica si pueden probar por tres años que no usan productos químicos (pesticidas, fertilizantes), que preservan los recursos naturales y la fertilidad del suelo y que reciclan material orgánico. En todo el país existen sólo dos cooperativas que venden productos orgánicos sin intermediarios, quienes aumentarían considerablemente los precios. Una de ellas es la Ecotienda, en Montevideo, la cual vende vegetales, mermeladas, queso, vino, pollo y cosméticos producidos por Germán Brito y otros 17 agricultores orgánicos. “Fundamos la cooperativa hace siete años porque queríamos una alternativa regular al mercado campesino que abre solamente una vez a la semana”, comparte Ivete Juel Alvarez. Ella y sus dos colegas viven en una granja. Sus sueldos, el alquiler y los costos fijos son sustentados por 2000 miembros socios, quienes pagan 160 pesos mensuales y reciben un descuento del 20 por ciento en sus compras. “La demanda de comida orgánica ha crecido en los últimos dos años”, nos confirma Graciela Martínez quien mantiene La Olla del Barrio, el único restaurante orgánico vegetariano en Montevideo, encima de la Ecotienda. Sus empleados entregan más de 50 comidas diarias, en motocicleta. “Pero la mayor parte de nuestros clientes son extranjeros”, dice. “Desafortunadamente la comida vegetariana es todavía muy exótica en un país productor de carne como es Uruguay.” Su menú prueba que la comida vegetariana no tiene que ser necesariamente frugal. Los participantes de Peace Boat se deleitaron en su inventiva y colorida combinación de sabores – ensalada de Bulgur con mayonesa de zanahoria, hamburguesa de garbanzo, sopa de calabaza y tarta de naranja con salsa de banana y frutilla. “Estaba delicioso”, exclaman dos jóvenes japonesas al unísono, orgullosas de demostrar sus primeras palabras en español y felices de saber de dónde proviene su comida.
Traducción: Peace Boat